Vivimos en un país que llora la muerte del pulpo Paul, soporta las alegrías verbales del alcalde de Valladolid y, además, aguanta la sorna de un miembro de la Real Academia Española de la Lengua que se enorgullece del exabrupto. Nunca pensé que la remodelación del Gobierno de Zapatero fuera tranquila y sosegada; al contrario, el clima de tensión antes, entre y después, era, obvio y previsible y, aún más, en la actual coyuntura; sin embargo, las salidas de tono por llamar de alguna manera las situaciones tan penosas y tan lamentables de estos últimos días me abocan a reflexionar sobre las consecuencias colaterales de estos comportamientos que se alejan de la razón y del sentido común.
Aún sin recuperarnos de las perlas de Francisco Javier León de la Riva nos reponemos de las groserías de Arturo Pérez Reverte que en su osadía muestra satisfacción por incrementar el número de seguidores en Twitter pero, al parecer, el famoso escritor no ha sopesado el alcance de sus palabras ni tampoco es sensible a su propia falta de sutileza porque considera que el éxito se mide en función de la cantidad de followers. Pérez Reverte deja de ser marco de referencia válido para ser comparado con otros intelectuales o escritores que atesoran seguidores por su talento.
El exabrupto no es digno de elogio y no deja de ser una manifestación de brusquedad por estar en boca de un intelectual; es más, en ese caso, lo entiendo como una falta más grave y, aún más, considero que justificarlo es rozar el cinismo porque se trata de un comunicador que debería de medir sus impulsos y usar las palabras en su justa medida. Las buenas maneras, la educación y el saber estar son pilares básicos para la sociedad y flaco favor nos hacen aquellos que pierden las formas con una incontinencia verbal estéril que, a fin de cuentas, define más al que emite el mensaje que al receptor.